Las escuelas

Los niños y jóvenes del barrio dividían su tiempo en tres partes: una tercera parte la pasaban con su familia, otra en el barrio con conocidos y amigos, y la otra en la escuela. Esta última tiene una función aglutinante de la idiosincrasia de los barrios, ya que es un punto de encuentro donde se crean vínculos sociales más allá del contexto de la cuadra y las calles conocidas.

En el caso de La Purísima, durante la etapa del kínder, la mayoría de los niños asistían al Pestalozzi en Juan de Montoro o al Cuauhtémoc, que estaba en Hornedo, al lado de la Capilla de San Juan Nepomuceno (aunque tenía una salida por Juan de Montoro). Este último contaba con chapoteadero, arenero, múltiples juegos y un comedor donde se les daban galletas Marías y soya. Para la etapa de la primaria, las opciones eran la Rivero y Gutiérrez, la Primo Verdad y la Melquíades Moreno. Estas dos últimas tenían una especie de rivalidad deportiva y social entre los alumnos, donde la competencia incluso provocaba algunas inocentes peleas. La peculiaridad de las dos primeras era que se comunicaban a través de una pequeña puerta, lo que permitía a los alumnos curiosos pasar de una a otra en algún descuido.

En el caso de la Melquíades Moreno, en los años 80, tenía un prestigio educativo debido a sus amplias instalaciones con tres patios. La institución era encabezada por la directora Esperanza, quien siempre buscaba que estuviera impecable tanto en el desempeño académico como en las instalaciones. Por ello, para los maestros y algunos profesionistas, era la primera opción de escuela pública para sus hijos, independientemente de dónde vivieran. Además, contaba con una imponente dirección adornada con un gran número de banderas de distintos países, así como trofeos y distinciones ganadas a lo largo de los años. También tenía muebles de lo que parecía ser una fina madera (al menos así lo veía un niño de 8 años) y hasta un piano de cola. Otra característica era que tenía árboles de moras, y en primavera brotaban esos dulces y morados frutos que los niños subían a recolectar y comer, o llevar a sus casas. Recuerdo una vez que un niño recolectó tantas moras que la única forma de transportarlas fue en la blanca camisa del uniforme de honores. Estaba tan emocionado por llegar a casa con la deliciosa fruta que nunca esperó el regaño por la gran mancha en la playera que ni con 100 lavadas se quitaría.

Sin embargo, por todo lo anterior, los niños, en su faceta de estudiantes, entraban en conflicto «existencial». Sentía que en la «Melquiades» era más marcado, ya que en la escuela aquel niño que disfrutaba de su barrio tenía un choque cultural. No era consciente del por qué y del cómo, pero comenzaba a tener una sensación de «pena» al notar las diferencias en esa comunidad educativa, al contrastarse con chicos de otras zonas e incluso de otros estratos sociales. En su mayoría, las instituciones educativas públicas integraban una mezcla de alumnos de barrios, colonias y fraccionamientos, generando entornos y contextos plurales pero contrastantes. A finales de los 80 y principios de los 90, los niños y jóvenes que vivían en los barrios comenzaban a ser minoría en comparación con los de las colonias y fraccionamientos. Esto generaba una presión inconsciente o consciente frente a esa mayoría, ya que se evidenciaban las diferencias culturales, como los modismos en la forma de hablar, la ropa (en aquel tiempo sólo los lunes llevabas uniforme), los gustos musicales, los programas de televisión e incluso el almuerzo que se llevaba (un bolillo con frijoles y un chile jalapeño vs un sándwich de jamón y queso). Incluso la dinámica de los juegos era distinta. Al pertenecer a una minoría, se sentía una sensación de vergüenza por ciertas cosas y por el origen «barrial». Ahí es donde se inicia una especie de doble vida: lo que pasa en el barrio se queda en el barrio, y lo que haces en la escuela se queda en la escuela o con tus compañeros que son del barrio y están en la misma escuela.

Con el paso del tiempo, se comienza una especie de metástasis entre los grupitos o bolitas de niños que comienzan a replicar, imitar y absorber lo llamativo del otro. La escuela tenía una importante formación no sólo académica, sino también en sociabilidad y, por ende, en la personalidad.

Cada lunes, la maestra pasaba lista y preguntaba uno por uno si darían algo para el «ahorro» y lo anotaba en una libreta que al final del año entregaría lo juntado, promoviendo así una especie de cultura financiera. Además, una vez al año, al grupo le tocaba la «cooperativa», que consistía en la venta de dulces y refrescos durante el recreo. Cada niño se sentaba en una banquita con su caja de dulces y los demás llegaban a comprarles. Esto no sólo reforzaba las matemáticas, sino que también desarrollaba la habilidad comercial, hoy llamada emprendimiento. También, una vez al mes, se realizaban honores a la bandera y el grupo tenía que organizar el acto cívico. En las festividades se montaban bailables y obras. Al final del año, se realizaba una exposición de los productos desarrollados en las clases de macramé, tejido, bordado, deshilado, pintura, entre otros.

¿Qué recuerdan ustedes de su paso por el kínder o la escuela? ¿Tienen alguna anécdota de esas instituciones educativas a las que asistían en el barrio de La Purísima?

 

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