
Las mascotas en el barrio
En el barrio también había vida animal, tanto las mascotas que tienen en los hogares, como los animales que hacen de las calles, parques, plazas, mercado, privadas, sus lugares para vivir, a estos últimos puedes verlos y escucharlos desde las parvadas de palomas y pájaros que se asientan en árboles y cables de alta tensión cuando es el ocaso del día, pero mención especial son las mascotas que se vuelven conocidas por vecinos de las calles y del barrio. Así es, los animales eran un elemento de La Purísima.
Podemos ver que en -casi todas- las casas tenían mascotas, por lo regular un perro, en la década de los 80’s y 90’s la mayoría eran mestizos, esos que cuando alguien llegaba a la casa rápidamente era el primer integrante que salía a dar la bienvenida a las visitas, ladrando y pataleando, pero era rápidamente parado por el dueño que le daba la indicación que se fuera a su espacio, por lo regular el patio. Quien tenía un perro de raza resaltaba, como en la calle Hornedo una familia tenía uno de la raza collie de pelo largo (ese de la popular serie Lassie), llamaba mucho la atención; también estaban los bull terrier, pit bull y, pero sobre todo, los american estanford, una cruza de los dos anteriores, que causaban respeto y temor cuando sus dueños los paseaban. También había hogares que tenía gatos, ellos se podían ver por las ventanas acicálandose, algunos paseaban en las noches por los techos de una casa a otra, algunas veces se escuchaban peleas con chillidos y mauillidos que parecían llanto de niños; recuerdo una familia que tenía un gato de angora, blanco, esponjado, que daban ganas de abrazarlo y acariciarlo, con ojos azules. También no podrían faltar en las casas las jaulas con pájaros, gorriones, canarios, periquitos y hasta loros que chiflaban y podían imitar y repetir palabras que sus dueños les enseñaban. En mi casa teníamos uno perro llamado Ringo, pequeño, peludo, de color café, bastante tranquilo, tal vez por su edad, pues decían que tenía ya unos 15 años, en aquella época, no había alimentos o croquetas especiales para mascotas, se les daban “las sobras” de los alimentos que gustosos comían. Cuando enfermaban le molían alguna pastilla para una enfermedad similar de humano, o cuando tenían “moquillo” les hacían un collar de limón verde, en casos extremos y si la economía familiar lo permitía y se tenía el contacto de algún veterinario se llevaba para ser diagnosticado.
Pero también había mascotas comunales, algunas podrían ser las palomas que les aventaban migajón o alpiste y se reunían alrededor de quien las atendía, pero principalmente perros callejeros, a La Purísima llegaron varios, pues la dinámica del mercado se prestaba para que rondaran, recuerdo uno en especial, que le llamamos “el Panda”.
Creo recordar la primera vez que lo vi, se mantenía a unos metros de La Diana donde teníamos el tablero de básquet y estábamos en plenas “retas”; Después de un par de horas el perro -como si ya nos hubiera estudiado- se acercó sigilosa y pausadamente, con los ojos y semblante de bondad, un poco encorvado, se apostó a unos metros, alguien le aventó una fritura que comía, a lo que el perro rápidamente la comió, alguien más le aventó otra papita, otro dejó caer un poco del refresco en bolsa que traía al suelo, haciendo un charco para que bebiera, el perro lamió la acera como si quisiera arrancar el sabor líquido dulzoso del asfalto. Ahí ese perro blanco-grisáceo, mestizo, una mezcla de american estanford con alguna otra raza, de pelo medio que lo hacía parecer un oso, comenzó a rondar el barrio, principalmente en las calles Hornedo, Juan de Montoro y Diana. Poco a poco se fue familiarizando con todos, recuerdo cuando seguía a uno de la bolita como a dos metros de distancia, caminaba lento y encorvado. Se incorporó a la reunión y le dije “¿traes compañía?”, moviendo el mentón señalando a su acompañante perruno, a lo que él respondió “¿Quién? ¿El Panda? Es del barrio”. No supe quién lo había bautizado con ese nombre, pero sin duda le quedaba a la perfección, además oficialmente el barrio lo había adoptado.
Dormía en el jardín de Juan de Montoro detrás de las bolerías, pero por la tarde sabía que estaríamos en La Diana cascareando y llegaba; recuerdo la vez que por lo álgido de la reta se calentaron los ánimos y comenzaron a empujarse para iniciar una pelea, se incorporó y dio tres fuertes ladridos y unos pequeños pasos hacia ellos, ladridos que no sonaban amenazantes, ni el semblante era de ataque, sino más bien de desesperación de ver que sus adoptadores entraban en conflicto, no paró hasta que los ánimos se calmaron. Por la noche se dirigía a La Glorieta donde nos juntábamos a platicar, si bien todos lo alimentaban, se ganó fama de canchero, pues no faltó que arrebatara alguna bolsa de carne a una clienta del mercado para darse un festín.
Una vez llegó y se topó con una manada de cuatro o cinco perros callejeros, y su instinto animal emergió, lo vieron y se pusieron en posición de ataque, él se levantó como para estar listo en defender su territorio -fuimos afortunados los que vimos eso como un documental de National Geografic– la manada se acercó lenta, hasta que uno de los perros corrió a atacarlo, los otros perros se sumaron al ataque, el Panda dando giros, ladridos y patadas logró contenerlos e hizo que se fueran en retirada. Eso le generó una fama, pero lamentablemente tuvo consecuencias, ya que dueños de perros “de pelea” lo querían usar como sparring, a todos esos perros los venció, lo que provocó (siempre sospechamos) que uno de esos dueños lo envenenara; un día lo vimos que gruñía y el estómago se le contraía, al día siguiente apareció muerto, todos los de La Diana lo resintieron, creo que hasta lo enterraron. No sé si otros lo recuerdan, pero yo sí.
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