Moshé Leher

¡Ay, la condición humana! La condición humana que todo lo explica.

Yo cada vez que me topo con ella (por eso procuro contacto humano, el mínimo; estoy con Fran Lebowitz con eso de que la gente…), no tengo sino que tomar mi Biblia de cabecera; tengo un Zohar para tal efecto, pero está en hebreo y yo no leo hebreo.

Y es que he sido injuriado, creo que de manera gratuita, aunque uno nunca sabe.

Cada vez que me topo con un injuriador pienso en Leon Bloy… Pienso en Rózanov; pienso en Canetti, aunque Canetti… No, Elías Canetti, más que un gran injuriador es un gran odiador.

No recuerdo dónde leí, a propósito de esta pulsión por insultar (e insultar no es lo mismo que ofender: ofende el que injuria y logra su objetivo), que es una especie de vocación por la afrenta que fundó el mismísimo Jeremías, el profeta.

Tomo la Biblia y leo: ‘Esto te pasa porque sois un pueblo estúpido’ (Jeremías 3,22); ‘Oye pueblo estúpido’ (Jeremías 5,21); ‘Porque todos son una pandilla de traidores’ (Jeremías 9,1), y etcétera.

Claro que de Jeremías a Bloy, y de Bloy a este tiempo de peladitos de la calle, esto de injuriar ha avanzado lo suyo.

Pues hoy me desperté, como cada mañana, cuando clareaba el sol. Bebí un poco de agua, encendí un cigarrillo y me fui por el celular, que suelo dejar en el baño, recargando y en silencio: lo hago para ver si mi hijo, que vive en otro huso horario me ha puesto alguna línea. En lugar de las esperadas líneas del hijo, me encontré con que uno que fue un cercano amigo hace años, me había llamado varias veces de madrugada.

Lo que era un jueves como cualquier otro (ducha, desayuno, viaje a la radio a hacer programa…), comenzó un enigma: ¿Para qué me llamaría éste?

Un poco de contexto: éramos muy amigos y, creo (igual me equivoco), que cuando pasó una mala racha intenté ayudarlo; luego un incidente nos separó y al paso del tiempo acepté su disculpa y retomamos la relación; cada vez más lejana —yo la verdad perdí el afecto de antes—, es cierto, pero cordial.

Cuando me echaron de mi trabajo me mandó un mensaje solidario (me llamó hermano), al tanto le vi en el funeral de mi sobrino, él pasó por un trago muy amargo (que lamenté y sigo lamentando, de verdad), y desde hace años que no supe más de él.

Claro que esta es mi versión y, visto lo visto, él tendrá la suya, que ahora supongo es muy, pero muy, distinta de la mía.

Vuelvo a esta mañana y a mi modorra habitual. Abro un servicio de mensajería en mi teléfono y me encuentro una letanía de insultos, insultos que evidentemente no puedo, ni pretendo, reproducir aquí: yo soy, y eso debe constar, supongo, que a mí eso de injuriar nunca se me ha dado bien.

Algunos insultos, tirando de usar eufemismos, sugerían que soy una mala persona (de esos que venden hules); otros a una supuesta condición y preferencias sexuales, ya en desuso, pues son tiempos, se supone, donde las inclinaciones de cada cual son muy su asunto, y estos insultos son más bien una expresión cavernaria de personas ya anticuadas y retrógradas.

Debo reconocer una sutileza gramatical, por lo menos.

En mi estupor (a uno no lo despiertan a majaderías todas las mañanas), y queriendo suponer que se trataba de un exabrupto de borracho, aclaré que uno de sus procacidades la escribía en minúscula, porque no tenía méritos para una mayúscula, lo que es ya un gesto de ingenio —o alguna fórmula mullida; no lo sé: yo no soy de su barriada.

Debo reconocer que despertarme me despertó, tanto así que ni siquiera tuve que beberme el medio litro de café habitual; también me causó estupor y un sinsabor: estuve hasta punto de sentirme ofendido, aunque me venció el desconcierto.

¿A título de qué está uno de madrugada escribiendo frases injuriosas para un antiguo amigo con el que no se ha hablado en años?

La verdad no lo sé, ni pienso averiguarlo.

Tras meditar un rato, y todavía desazonado y sorprendido, le puse unas líneas: no entendía nada, lamentaba el exabrupto, no pensaba responder palabras soeces ni replicar peladeces, y le suplicaba, eso sí, que cuando tuviera ganas de insultar a cualquiera se olvidara de que habito en este mundo. Nada más.

Y como soy muy de agradecer y de aprender lecciones (mal, la verdad), agradezco que me llevara de nuevo a las siempre reconfortantes páginas del Antiguo Testamento y, de paso, me diera un tema para escribir mi artículo de hoy, que no tenía —encerrado como estoy en estos tiempos de jarana y molicie— ningún tema en la cabeza.

¡Shalom! Nunca mejor dicho.

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