Otto Granados Roldán

Desde finales del siglo pasado, la discusión acerca de la gestión privada de los sistemas de agua potable y alcantarillado en las ciudades de México ha crecido de manera muy importante, entre otras razones porque la realidad del problema hídrico está mejor documentada pero también por el grado de politización que el tema provoca, lleno de complejidades técnicas, prejuicios sociales, lugares comunes y mitos culturales.

Como es natural, en un aspecto tan sensible social, ambiental y económicamente, los enfoques con que se estudia la gestión del agua van desde concebirla como derecho humano o bien común y, por tanto, de libre disposición, hasta entenderla como un elemento exclusivo de una economía de mercado, sujeto en consecuencia a las reglas de la oferta y la demanda. Aun cuando la naturaleza de la discusión en México no parece muy diferente de la que ha habido en lugares tan distintos como Argentina, Portugal, Australia o Turquía, destaca en todos el reconocimiento de que el modelo tradicional de gestión del agua –administración pública, precios artificiales, falta de incentivos para su mejor aprovechamiento, escasa cultura de reutilización– es inviable desde cualquier perspectiva.

Al mismo tiempo, México –y el mundo en su conjunto– y al menos 15 estados han entrado en una fase crítica de insuficiente disponibilidad de agua, caracterizada entre otras cosas, por el abatimiento de los mantos freáticos, el desperdicio y los excesos en los patrones de consumo, la obsolescencia de las redes de conducción del líquido, la mala distribución entre usos urbanos y agropecuarios, así como los bajos porcentajes de tratamiento, reutilización y aprovechamiento de aguas pluviales. Algunas estimaciones calculan que en el mundo el estrés hídrico afecta ya a más de 80 países y a unos 2 mil 600 millones de personas; en América Latina, Chile y México son los países con la mayor vulnerabilidad y la demanda global de agua se incrementa a más del 2% anual, lo que implica que se duplicará cada 21 años. Los orígenes del problema son variados, pero el resultado es uno: escasez.

México no es la excepción a esa realidad crítica. En las últimas siete décadas, mientras que la población aumentaba de 48 millones de habitantes a 127 millones, el país redujo su disponibilidad anual de agua por habitante de 18 mil 035 metros cúbicos a tan solo 3 mil 982, lo que significa que en el año 2025 estaremos por debajo de los 3 mil 500m3 anuales por habitante recomendados según estándares internacionales. Por otro lado, el contraste entre crecimiento urbano, económico y demográfico y la disponibilidad de agua es notoriamente alto en el país, de tal suerte que en las regiones centro –en la que se encuentra Aguascalientes– y norte, donde habitan el 77% de la población y se genera el 87% del PIB, apenas se dispone del 31% de las reservas de agua. Como es evidente, ese panorama describe perfectamente bien la situación particular de Aguascalientes que ha observado un crecimiento urbano y demográfico sin precedentes y, por ende, de demanda de agua. Algunas estimaciones calcularon en los años noventa que la mancha urbana capitalina crecía casi 8 mil m2 diarios, provocando, entre otras cosas, mayor demanda por servicios básicos.

Por otra parte, para evaluar en sus términos correctos la participación privada en la gestión del agua, han existido razones técnicas muy sólidas y experiencias nacionales e internacionales favorables para esa modalidad, entre ellas las relacionadas con los desequilibrios hidráulicos, la sobreexplotación de las aguas subterráneas, el agotamiento de la infraestructura hidráulica, los bajos niveles de monitoreo de cloro residual, toxicidad y explosividad de las redes casi nulos, entre otras cosas. Finalmente, la evidencia sugiere que, en la medida en que el agua alcanza gradualmente precios reales, los patrones de consumo tienden a un comportamiento económica y ambientalmente racional, esto es, moderando los niveles de abastecimiento y, por ende, la extracción. La reflexión de fondo y los datos son claros: los modelos innovadores privados han facilitado corregir en distintos grados esas disfunciones.

Este conjunto de argumentos suele perderse de vista a la hora de analizar la cuestión, y más todavía por la enorme confusión ideológica y política que ha contaminado en los últimos años la comprensión profunda de cómo y por qué se diseñan, formulan e instrumentan decisiones clave de política pública. Partamos de lo siguiente: en este y otros temas se ha extendido un enfoque de “derechos fundamentales” que han ido incorporando numerosas materias al marco constitucional. Si bien desde el punto de vista filosófico parece ser un avance para la convivencia armónica, también es verdad, como los propios estudiosos de la materia lo reconocen, que ese inventario de derechos fundamentales no es absoluto y tiene matices, interpretaciones y restricciones, esto es, los llamados “derechos imposibles”, aquellos derechos enunciados o incorporados por el estado de derecho pero que éste se encuentra materialmente incapacitado para cumplir. En otras palabras, si no hay agua o cualquier otro bien ¿entonces cómo se satisfacen esos derechos?

Esta discusión ha llevado, sin embargo, a introducir una disonancia entre esos valores y abstracciones, que por sí mismos son legítimos en diversos temas, y la naturaleza técnica, financiera, social e incluso científica que subyace en numerosas decisiones de política pública. Entender esa disonancia hace toda la diferencia en el abordaje objetivo de la cuestión del agua o, dicho con más propiedad, en cuál es el mejor modelo de gestión para proveer eficientemente el servicio. Veamos.

Hoy existe una aceptación generalizada en el mundo en el sentido de que el agua es una cuestión de seguridad nacional. De modo que su enfoque y su manejo por parte de los gobiernos son una alta y urgente prioridad. En la extendida idea de que el agua es un “bien libre y gratuito”, o un “derecho humano y universal” reside, sin embargo, un problema teórico, político, económico y ambiental. Durante muchos años se dijo que el uso adecuado del agua era un tema educativo y que, en tal sentido, una pedagogía efectiva haría que los consumidores valoraran la escasez del recurso y, por ende, redujeran su consumo. La tesis, bien intencionada, era sin embargo incorrecta porque el mercado no funciona así. La reducción del consumo del agua y, por consecuencia, de la extracción, el derroche y el desperdicio concomitantes, depende, entre otros factores, de que el agua suministrada a los usuarios tenga precios reales; que cambie la desproporcionada distribución del recurso entre el sector agropecuario y el resto de los sectores económicos; que aumenten considerablemente los sistemas de tratamiento y reutilización del líquido; que se provean las obras ambientales y de infraestructura necesarias para garantizar el abasto a largo plazo, y que los organismos operadores, públicos o privados, alcancen eficiencias tales que, en un determinado horizonte de tiempo, los aumentos tarifarios sean razonables en términos reales.

En Aguascalientes, algunos de estos objetivos se han alcanzado y otros no, o al menos no en sus niveles óptimos, pero la gestión privada reveló que, como dice Sandra Postel, la directora del Global WaterPolicy Project y ganadora del StockholmWaterPrize, una especie de Nobel del agua, para modificar el manejo del agua con métodos “más racionales, ecológicamente correctos y sostenibles serán necesarios cambios de gran envergadura respecto de la forma de valorar, asignar y gestionar el agua”. ¿La privatización genera automáticamente un mercado eficiente? Se los cuento mañana.