Todos somos ahora un ladrillo más en el muro de la vergüenza. El vaticinio de la asimilación sociocultural no se enfocó a un proceso histórico en particular, sino a uno que comenzaba a gestarse pero que igual entonó melódicamente una proclama que amonestaba los abusos de un sistema político próximo a colapsar la estructura cotidiana del hombre común.
En 1979 el grupo de rock progresivo Pink Floyd lanzó su icónico álbum “The Wall” como resultado de la metamorfosis sufrida en sus doctrinas gubernamentales cuando Margaret Thatcher comenzó a funcionar como una Ministra populista con una política exterior radical y riesgosa. Londres comenzó a sumirse gradualmente en el caos constitucional y la música fue la trova cronista que despojó de su concepción lírica figurativa en una furiosa representación del momento. Pink Floyd retrató mejor que nadie dicho proceso con ese álbum, el cual procesaba una historia coherente de su tiempo de forma tan clara y poderosa a través de una narrativa organizada con inicio, desarrollo y clímax que una transición cinematográfica bien podría considerarse como inevitable.
El director Alan Parker (“Expreso de Medianoche”, “Alas de Libertad”, “Mississippi en Llamas”), uno de los grandes entendidos sobre la integración musical en filmes habiendo dirigido cintas donde las armonías y el canto jugaban roles integrales (“Fama”, “Bugsy Malone”), comprendió que el relato producido en acetato por el grupo trascendía no por la naturaleza inconforme, rebelde y trasgresora de sus letras, sino por la honesta representación de una sociedad sumida en un proceso ideológicamente entrópico. Su aproximación al álbum fue uno igualmente rompedor, mezclando una línea de discurso diáfana con un personaje principal que desintegrará su sustancia arquetípica mediante la búsqueda de la involución más individualizada a través de un recorrido psicológico, dramático y animado (gracias a la participación del ácido y punzante cartonista político Gerald Scarfe) que demuele toda representación del cine musical hasta el momento. Para la audiencia, fue como el ponerse en la piel de un alienígena que arribaba al Planeta Nietszche, cuyos habitantes han perdido la noción de lo que antes los constituía como humanos hasta transfigurarse en estado de condición humana pura, pero explicados a través de la prodigiosa plástica de este portentoso filme.
Pink (interpretado con un brío pasmoso por Bob Geldof) es el narrador omnisciente de la cinta y todo un producto de su generación: su padre muere en la Segunda Guerra Mundial mientras su infancia es lacerada tanto por los constantes ataques por parte de tormentosas figuras académicas de la vieja y peor escuela ante el gusto del chico por escribir poemas en clase, como por su sobreprotectora madre, quien lo consiente al punto del hartazgo. Al crecer produce un proceso de desengaño dedicando su vida la música, emancipándose de su existencia previa y triunfando como una estrella del rock. Un matrimonio trunco, soledad inaudita y los demonios de su pasado lo llevarán a un proceso de depuración existencial (el amor y el arte son las armas más afiladas que puedan existir), abasteciendo a su mente de fantasías megalómanas que producen combustible narrativo para el filme como alegorías y símbolos ricos en interpretación sobre los peligros de las políticas fascistoides que embelesaban a los sistemas institucionales occidentales por su feroz eficacia en la propagación de dogmas alimenticios a regímenes monomaniacos. Sueños de violencia, sometimiento y marchas de martillos sobre ciudades arruinadas que no eran más que lecturas creativas sobre el alma y su paso por la deconstrucción sociopolítica musical. Es aquí cuando el texto se convierte en propuesta y tanto el director Parker, como Roger Waters, perpetrador intelectual de toda esta maravillosa locura, transforman el espectáculo en un argumento cabal que ha logrado perdurar hasta este momento, donde el muro es una realidad tanto física como simbólicamente y todos somos su argamasa y materia de construcción, consumidos en ese fuego bélico con trincheras de opinión disfrazadas de red social. La mímesis, la mimética y su némesis: el libre pensamiento capaz de derrocar al conformismo.
Los acontecimientos recientes tan solo han validado lo que esta producción planteaba hipotéticamente, y ante ello, el espectador y todo ente pensante sólo puede gritar con confusión y rabia: “NO necesitamos educación…NO necesitamos control mental… NO requerimos oscuro sarcasmo en el salón… ¡Oiga, Maestro … Deje a esos chicos en paz!”. YEAH!
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