
Por: Juan Pablo Martinez Zuniga
Una historia sobre historias y quienes las cuentan.
Cualquier narrador, por principio, es un mentiroso. La edificación de su historia sólo puede mantenerse erguida en proporción a la fortaleza y capacidad de sus cimientos de ficción, aquellos que falsifican la percepción de la realidad para crear una nueva y donde irónicamente esta mentira sea la verdad más absoluta y credo de quienes habitan en su quimérico ecosistema ¿Cómo? ¿Qué lo enunciado previamente es una paradoja de insondables implicaciones cuasi cósmicas que incluso Stephen Hawking saltaría de su asiento para probar lo erróneo de mi aseveración en su mejor imitación de James Earl Jones o Víctor Alcocer? Bueno, sólo basta ver una película para verificarlo. Los universos que pululan en la pantalla grande sostenidos por el destello del proyector cual Big Bang procreador de entornos y mitos que nos guiñan en complicidad a 24 cuadros por segundo no existen, sólo alcanzan veracidad en nuestra capacidad de asombro que les brinda libre acceso a nuestros propios corredores lúdicos e imaginativos en una cópula despiadada de intercambios sensoriales y emocionales que nos subyuga y arrebata de este cotidiano enfermo de cánceres televisivos y noticiosos. El cine no es tan solo esa puerta semiabierta ‘ex profeso’ para nuestro pícaro deleite en nuestro afán voyeurista a mundos nuevos y desconocidos, sino un acceso llano y cabal a la permuta intelectual y plenamente humana, engullendo todo aporte informativo, descriptivo, analítico y creativo que esa creación bidimensional frente a nuestros azorados ojos nos obsequia y que aplaca nuestra voracidad de mitos en un genuino acto de narratofilia omnívora. El cine no son palomitas, nachos con queso y salas VIP que únicamente ofrecen una experiencia proxenetista de confort y onanismo alimenticio. El cine es un acto humanitario, tal y como lo entendemos millones de adoradores de esta pura y auténtica manifestación del arte, incluyendo Martin Scorsese, quien con su cinta “La Invención de Hugo Cabret”, estructura todas las cualidades y posibilidades de la narración en sí, tanto literaria como cinematográfica, para generar una película notable, conmovedora y, efectivamente, mentirosa por donde se le quiera ver…y por ello es maravillosa.
La cinta ubica su contexto histórico en la década de los 30’s y el personaje principal, Hugo Cabret (un muy convincente Asa Butterfield), bien podría ser la encarnación de facto de todas las minucias características en un protagonista de relato de Charles Dickens: huérfano, de mente sagaz, capaz de valerse por sí mismo y llevado a la fuerza una vez en la orfandad por su ebrio y hosco tío Claude (Ray Stevenson) a la estación de trenes, donde funge como supervisor del enorme reloj apostado ahí. Sin embargo, a diferencia de los entornos pletóricos de podredumbre sociourbano que distinguen al escritor victoriano, las características físicas en la vivienda de Hugo poseen cualidades más simbólicas, pues vive entre maquinaria que mide el paso del tiempo y que posee incontables corredores donde testifica, través de otros relojes que le sirven de ventana, el devenir de sus itinerantes pasajeros y peculiares residentes , destacando el guardia del lugar (Sacha Baron Cohen, muy lejos de sus desaliñados personajes como Borat y Brüno) que se ha instituido como su némesis particular al darle caza a todo niño desposeído que aparezca por el lugar. Así, entre sus actividades de vigía como una suerte de Cronos que observa a los demás a través de ventanales de tiempo, se ocupa también en hurtar piezas mecánicas con el fin de reparar a un peculiar autómata que a su vez es el legado que su difunto padre (Jude Law), destacado relojero, le heredó inconscientemente antes de morir en un accidente. La presencia de esta entidad mecánica, además de representar el espíritu de la paternidad ausente, funciona como catalizador para el desarrollo de la historia, pues el autómata no funcionará a menos que se le repare y active mediante un peculiar cerrojo en forma de corazón. La búsqueda de estos componentes hará que cruce caminos con el mismísimo Georges Méliès (el magnífico Ben Kingsley), otrora pionero del cine mudo gracias a sus extraordinarios mediometrajes de fantasía y ciencia ficción (donde creó, entre otras cosas, los primeros movimientos de cámara y las bases para todo efecto especial conocido 100 años antes que Lucas o Cameron y con mucha más belleza plástica e inventiva) que incluso hoy en día son referencia obligada para cualquiera que se precie de cinéfago pero que, como todo iconoclasta, no fue suficiente para que deambulara en la ignominia en el ocaso de su vida y muriera sin un céntimo en una buhardilla de mala muerte. En la cinta, los hechos verídicos se traspolan a la meticulosa ficción que va hilvanando Scorsese al mostrarnos un Méliès también consagrado a la magia y el teatro que a la postre insufló vida a un entretenimiento de feria como lo era el cinematógrafo con sus lúdicos proyectos fílmicos, pero con el añadido de una ahijada, Isabelle (Chloe Grace Moretz), que encarna todas las posibilidades del imaginario planteado en tan absorbente universo al dotarle el guión de una gula por historias, por lo que es asidua visitante de la biblioteca y siempre dispuesta a correr una aventura, lo que hará de su amistad con Hugo algo más que un mecanismo narrativo azaroso.
Aun cuando todos los componentes elementales de la trama se acrisolan con tersura y mesura, y las interrogantes sobre algunos de los ingredientes más enigmáticos logran consolidarse como bellas metáforas de la condición humana (las secuencias que revelan tanto la función y capacidades del autómata como la naturaleza oculta y conmovedora del guardia de la estación son particularmente conmovedoras), es el mismo Hugo Cabret quien sustenta exitosamente todo el tonelaje dramático de la cinta, sacando a la luz las inquietudes inherentes en toda travesía de descubrimiento y con una psicología de abundantes matices a explorar, sintetizados en una línea de diálogo que brota por su condición huérfana y clarifica su leit motiv y cualidad sígnica: “Imaginé al mundo como una gran máquina. Las máquinas nunca vienen con partes de repuesto ¿Sabes? Siempre vienen con la cantidad exacta que requieren. Así que pensé, si el mundo entero es una máquina, yo no puedo ser un repuesto. Debo estar aquí por una razón”. Esta mímesis de rastreo emocional de personajes y descubrimiento histórico para la audiencia sobre una de las etapas primordiales del cine consolida a la cinta como una de las misivas más amorosas que le haya hecho un autor al 7º Arte, amén de una experiencia que halaga a nivel sensorial e intelectual con un manejo sensato del ritmo y sin atiborrar la puesta en escena de innecesarios efectos especiales, pues recordemos que esta cinta va dirigida a quienes quieren o tienen un idilio genuino con el cine y no el espectáculo.
Martin Scorsese vuelve a confeccionar una de sus extraordinarias mentiras que se tornan incluyentes y plurales a cualquiera que busque embelesarse con las verdades más auténticas paridas de la falsedad. O como dice Méliès en el filme: “Mis amigos, me dirijo a ustedes esta noche como lo que realmente son: hechiceros, sirenas, viajeros, aventureros, magos…Vengan y sueñen conmigo…”.
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