Jesús Eduardo Martín Jáuregui

EL DOTOR MONREAL.- En su popular sección «antilogía» —una sección que, cabe mencionar, lleva el mismo nombre de un sitio de Facebook que he mantenido durante 20 años—, se evidenció que el ser doctor no necesariamente implica tener conocimientos precisos en todos los ámbitos. Durante su intervención en un programa de televisión, no logró distinguir entre el Gobierno y el Estado, e incluso llegó a afirmar de forma insólita que las resoluciones de la Corte podrían ir contra el Estado. Habló de un enfrentamiento entre la SCJN y el presidente, ignorando el hecho de que el diseño constitucional establece claramente que la Corte tiene la última palabra en la resolución de conflictos constitucionales. Es una lástima que su título de doctor, el cual posiblemente no obtuvo de forma legítima, no le haya proporcionado un mejor entendimiento de estos conceptos.

Es un buen momento para expresar mis mejores deseos, aunque no necesariamente mis mejores augurios, para todos los estudiantes, en particular para mis alumnos de la licenciatura en derecho de la UAA.

Ser estudiante no es fácil, aunque tampoco es algo inalcanzable. Hubo tiempos en los que cursar una carrera profesional implicaba un esfuerzo significativo y no pocas veces sacrificios tanto para el estudiante como para su familia. Debían salir de la ciudad, buscar alternativas en otros estados y en la capital, encontrar un lugar para vivir, estirar la asignación económica y adaptarse a un nuevo entorno social, una nueva idiosincrasia y nuevas costumbres, además de enfrentar las demandas de instituciones que, estoy convencido, eran más rigurosas que las actuales, con la excepción de unas pocas que desconozco pero que seguramente existen.

En general, los estudiantes actuales llegan a la universidad con un bagaje cultural limitado, un vocabulario reducido, una alfabetización funcional deficiente y limitaciones evidentes en las técnicas e instrumentos de aprendizaje. Por supuesto, esto no es culpa suya, o quizás sería más preciso decir que no es únicamente su culpa.

Hace unos días, los alumnos de uno de mis grupos, con el apoyo del jefe de departamento, elaboraron una pequeña lista de peticiones que me solicitaron considerar en un convenio. Acepté sus propuestas con reservas, pero me negué rotundamente a firmar un acuerdo. «Me daría vergüenza», les dije. Es probable que tengan razón en sus inquietudes. Según recuerdo, me solicitaron hablar más fuerte debido a dificultades para escucharme; me pidieron evitar digresiones en las clases al abordar temas complementarios o alternativos que no veían relacionados con el tema principal; argumentaron que proporcionaba demasiada información, lo cual resultaba arduo para tomar notas, estudiar y asimilar; se quejaron de la utilización de varios libros de la bibliografía porque complicaba el estudio y provocaba confusiones dado que diferentes autores presentaban diferentes puntos de vista, que no siempre coincidían con la exposición en clase; también cuestionaron que contestara a sus preguntas formulándoles a su vez preguntas, ya que se sentían interrogados o expuestos ante sus compañeros, lo que los desanimaba a hacer más preguntas. Había una o dos peticiones más de naturaleza similar. Seguramente, desde su posición y perspectiva, tenían y tienen razón.

La pregunta que me asalta, y para la que aún no tengo una respuesta clara, es si la universidad debería hacer concesiones y bajar sus niveles generales de exigencia dada la realidad del nivel de preparación con el que llegan los egresados de bachillerato, o si, por el contrario, debería establecer mecanismos para dotar a los universitarios de los elementos mínimos para el aprendizaje y el aprovechamiento, posiblemente con cursos propedéuticos.

Es un hecho que la educación básica no alcanza los niveles mínimos deseables. Nuestro país abandonó la prueba PISA que, al menos, era un referente para contrastarnos con otros países de circunstancias comparables. Los últimos resultados no eran prometedores y, al igual que Don Quijote, en vez de volver a poner a prueba su armadura que no había resistido un golpe de espada, la reputó por buena antes de someterla a una nueva prueba.

Otra realidad es que el promedio de lectura en nuestro país es significativamente menor comparado con otros países de la OCDE. Esto se aplica no solo a los estudiantes, sino también a los profesionales, los maestros, y la población en general. Las respuestas son estremecedoras cuando se pregunta a los estudiantes qué libros han leído recientemente: «Juventud en éxtasis», «Los supervivientes de los Andes» y algunos atrevidos mencionan «Las 50 sombras de Grey»: basura y más basura. Si una persona no lee, su vocabulario no tiene oportunidades de enriquecerse. Si un joven pasa un promedio de alrededor de tres horas diarias enviando mensajes en las aplicaciones de los teléfonos móviles o consumiendo memes o videos cortos insulsos, pseudo moralistas o de superación personal, no solo no enriquece su vocabulario, sino que lo empobrece. El uso de la mensajería en móviles ha provocado que desaparezcan modos y tiempos de verbos en la comunicación; los casos ya no se usan y se intenta inferir el significado del contexto. Además, una palabra puede desempeñar el papel de muchas otras, lo que empobrece la comunicación.

Para añadir a esta desdicha, cabe señalar el impacto de la pandemia que, según organismos especializados, ha hecho retroceder los estándares de la educación tres o cuatro años, a pesar de que oficialmente se afirma que se ha logrado, gracias a los esfuerzos combinados, que no se haya perdido ni un año. ¡Mentiras!

Un signo preocupante es la multiplicación de las llamadas «universidades fantasmas» y la proliferación de posgrados de baja calidad que prometen milagros académicos: licenciaturas que se pueden obtener en fines de semana, diplomados express, maestrías múltiples y doctorados poco rigurosos.

Muchos colegas coincidimos en que el desafío de la enseñanza se ha transformado en un esfuerzo ingrato e improductivo, en el que persistimos porque ser maestro es, por encima de todo, un acto de fe.

(ACTUACIONES EN EL LÍMITE DE LA ILEGALIDAD.- Ahora sí que me deleito en utilizar la palabra «límite» o «frontera», términos más maltratados que un cliente desprevenido en los bares de la feria. Aquellas acciones malas que parecen buenas a largo plazo tienden a mostrar su inconsistencia y a menudo resultan contraproducentes. Con razón se ha dicho que es más valiosa la libertad de un inocente que el encarcelamiento de un culpable. Nuestro bloque de constitucionalidad comprende un catálogo mínimo de derechos fundamentales que se deben respetar a toda costa. No es legal que, en nombre de la prevención, se detenga a menores o adultos bajo la presunción de culpabilidad.)

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