
“Cuando la libertad te saluda con la mano empapada en sangre, es difícil estrecharla”
– Oscar Wilde
Por Juan Pablo Martínez Zúñiga
¿Dicen que quieren una revolución? Es fácil solicitarla cuando no consideramos en dimensión justa los cruentos procesos de transformación político y sociocultural a los que se debe someter la percepción comunitaria para tenerla, brutalizada en sus fundamentos para que éstos puedan mutar en la añorada utopía a la que se aspira una vez que se detona tanto el movimiento sedicioso como la primera arma, ésta a su vez percutada a modo ideológico o desde la fría cavidad de un revólver. Como lo sugiere Wilde, todo proceso de libertad culmina su danza insurrecta con un ritmo de violenta ejecución, orquestado a partir de un credo reformista que, incluso en la mejor de las intenciones, suele revolver a sus participantes en un vals de bélica hipnosis. Las historias que manan de tan radical conversión social horadan la consciencia de la nación donde se ejecuta, enalteciendo los blasones de aquellos furiosos héroes que se erigen como victoriosos (aún si las bilaterales sombras que ocasionalmente los llevaron al triunfo suelen quedar relegadas en las versiones oficiales) y totalizarlos a la herencia histórica, amén de verse perpetuados como mitos en los anales cinematográficos, donde sus nichos permanecen incólumes para su veneración vitalicia por generaciones (para muestra: ahora que arriba al calendario la fecha de nuestra propia gesta revolucionaria diversos canales televisivos nos obsequiarán con el acostumbrado fervor patrio, aquellas cintas que enaltecen a las figuras clave en su desarrollo, aún si algunos bordeaban la sociopatía absoluta o pecaban de un proceder no necesariamente altruista). En este proceso de consentimiento colectivo, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo y bala a bala han impregnado de onirismo a las fantasías igualitarias de sus doblegados procreadores, por lo que la naturaleza de un conflicto que requiere la renuncia de cualquier rasgo de civilidad para introducir en sus connacionales un proyectil o arma blanca en nombre del ajuste constitucional, se traduce en un acto deshumanizante donde sus componentes humanos dejan de comportarse como tales, semejando autómatas que realizan una misión para cumplir un objetivo. Una traducción metafórica que el cine ha explorado prácticamente desde sus inicios.
“Metrópolis” (1927) de Fritz Lang , “Aelita”(1924) de Yakov Protazanov y “Gibel Sensatsii”(1935) de Aleksandr Andriyevsky fueron proyectos tocados tanto por la abstracta sensibilidad plástica tan en boga en la Europa del este en aquellos años como por una ideología marxista donde el industrialismo fundamentado en el capital era la ruina de su comunidad, orillando a sus habitantes a sublevarse ante los tiranos mercantiles. Lo interesante en los tres filmes es el empleo de los incipientes conceptos de robótica y formas de vida artificial para manifestar su punto. En la primera, todo un clásico de revisión obligada para quien se precie de cinéfago, Lang aplica un diseño expresionista en la puesta en escena para desarrollar su historia en una Alemania futurista y estéril, donde la revuelta social se ve condicionada a una mujer y su símil robótico, el cual es creado en una de las secuencias más icónicas de la historia del cine con el fin de sembrar confusión y división entre los asalariados. Por otro lado, los dos filmes siguientes parten de una perspectiva soviética y ambas utilizan la figura del androide como metáfora análoga sobre los procesos de despersonalización una vez que la rebelión estalla entre la congregación obrera. Dichas cintas estaban por demás vinculadas al curso progresista puesto en marcha gracias a la Revolución de Octubre y que encontraron una voz peculiar en el género de la ciencia ficción, erogando en filmes robustos en fondo y forma.
Conforme la idea comenzó a divulgarse tanto en cine como en la literatura -sobre todo gracias a las ideas divulgadas por autores como Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, entre otros – el binomio hombre-robot podía alcanzar estatus de holocausto, para una especie u otra (si a un grupo de robots conscientes se les puede adjudicar el término “especie”, desde luego), algo que comenzaba a manifestarse conforme la idea de entidades que simulaban características humanas se tornaba tanto atractiva como seductora en la cultura popular. La ausencia de características benignas en un robot podía tornarlo el enemigo perfecto al no tener empacho en liquidar a los frágiles seres de carne y hueso (por lo que habría que pensarlo dos veces antes de cederle todos los componentes de nuestra identidad al dios Facebook. Nunca se sabe cuándo los usará en nuestra contra). Una noción aterradora que probablemente sea el elemento más atractivo en sagas contemporáneas como “Terminator” o “Matrix”, donde en la primera la omnisciencia cibernética busca fulminar el elemento humano a través de una narrativa honesta donde la lógica cede a los disparos y persecuciones, mientras que en la segunda la rebelión es propulsada ante el abuso corporal que se hace de la población mundial, exponiendo una filosofía chapucera cuya falacidad ha engañado a varios con sus movimientos de kung fu antigravedad y un Keanu Reeves con el talento histriónico de un maniquí de aparador. Un abismo separa a ambas series pero las unifica el temor a la otredad mecánica, lo que en un mundo unificado por el Internet ya no se percibe como paranoia.
Casos aislados donde es el robot el perseguido ante la automatonofobia inherente a una raza intelectual siempre temerosa de todo lo que no se le semeja son la japonesa “Metrópolis”(2001), adaptación al clásico manga de Osamu Tezuka donde los androides deciden acabar con el abuso doméstico al que se ven sometidos cotidianamente y que posee una riqueza visual sustentada en la variedad cromática por cortesía del director Taro Rin y, por supuesto, “Yo Robot”(2004), versión comida rápida del legendario texto de Asimov donde sentaba las bases a modo de ley para la actividad conductual de los robots y que en película solo es un instrumento quinésico para el lucimiento de Will Smith y sus tics faciales de siempre. Como sea, una columna sobre el robot como adversario elemental y no social queda pendiente.
Estas producciones, aún si no semejan el proceso revolucionario factual con todos sus compromisos políticos, sociales y culturales, si decodifican una percepción comunal que atañe a todos los integrantes del gremio que busca las mejoras a su explotada condición: Si vas a luchar por tierra, trabajo y libertad, más vale adoptar la postura de un robot o figurar el combatir uno. La realidad adquiere cordura cuando es aceite y circuito y no sangre y llanto el que siembra el campo de batalla, libertad o no.
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