Moshé Leher
Quienes al leer el título pensaron que iba a escribir del desbarajuste que se traen los panistas, o de la molicie de la autodenominada 4T, pues se equivocan; bastante tengo yo con mis desórdenes, como para intentar encontrarle la cuadratura al círculo de los demás; yo voy aquí a hablar de libros, en general, y de un librito en particular.
Exageraría al decir que mi casa entera es una biblioteca, pero poco le falta. En el salón principal, de pared a pared y del piso hasta el techo, hay una enorme librera donde tengo, con algún orden que no recuerdo, libros ilustrados casi exclusivamente de pintura, de escritura, muchos de gran formato, comprados durante muchos, muchos años, en librerías, tiendas de museos, ferias de libros. Biografías, monografías de pintores, ensayos sobre la obra de…, manifiestos, libros sobre escuelas, historias del arte.
Siempre que la veo, que es a diario -yo vivo en mi casa, faltaba más-, pienso que algún día he de ponerme a ordenar ese caos y, de paso, encontrar el ensayo de Vattimo sobre la posmodernidad, y el Gumpertz, que tengo muchos años que no localizo, si es que sigue allí.
Al lado, en un salón más pequeño está otra biblioteca, de las mismas dimensiones, y donde están, también ordenados de cualquier modo, a veces por editoriales, a veces por autores (Knausgaard, Borges, Calvino, Bolaño), libros de literatura, de lingüística, de historia, con un rincón donde están los libros de poesía, dominados, obviamente, por el librajo de Los Cantos de Ezra Pound.
Un pequeño librero, que encontró refugio en el estudio donde pinto (que es el bar donde bebo, por cierto), tiene no más de un centenar de libros, que eran los que tenía en la oficina que ocupé, hasta hace un año, las últimas dos décadas; un pesado mueble de cedro, donde tengo un televisor, esto ya en mi habitación, tiene medio centenar de libros: lo que acabo de leer, lo que estoy por leer, libros que me gusta tener cerca (el Herzog de Bellow, el Bech de Updike, una antología de los poetas de la Generación del 27, el Libro Negro de Papini, que fue herencia de mi abuelo Emilio), y algunos volúmenes que consulto con alguna frecuencia: los Anales de Tácito, el Lector in fábula de Eco, el Canon de los libros sapienciales de Bloom, y mis dos biblias: una católica, en la traducción de Hurault y Ricciardi y una protestante, la revisión de 1960 de la Reina Valera (la vieja Biblia del Oso), ambas deshojadas de tanto sobarlas.
No pensaba en mis libros, ni en mis desordenados libreros (todo se parece a su dueño, es cierto), cuando, en la librería La Central, de Callao, salí con tres libros bajo el brazo, y con ‘Cómo ordenar una biblioteca’ de Calasso.
Es un pequeño libro de pastas rojas, de Anagrama, como aquel otro que, hace ya una década, me encontró en las estanterías de la librería Laie de Pau Claris, en Barcelona, ‘Perder teorías’ de Vila Matas.
Contiene tres ensayos y un extracto de un discurso, que leyó Calasso para el gremio de libreros italianos, o algo así, y que es lo más flojo del libro; el primer texto, el que da nombre al libro, muestra las pasiones de un bibliófilo de los de antes y si no sirve del todo para ordenar la biblioteca de uno, el que la tenga, sirve para recordarnos por qué, en estos tiempos de molicie y de redes sociales, los libros son amables y amados.
El ensayo, pequeño, sobre el Nacimiento de la reseña -que ocupa cuatro páginas-, fue publicado como artículo en el ‘Corriere della Sera’, y es una joya diminuta e incandescente.
No sé si el mejor, pero la que más me gustó, fue la pieza inédita sobre las revistas literarias, con el áulico Valéry omnipresente, como lo son los surrealistas, y los muchos que no lo fueron en el París de las vanguardias; ahora es de los libros que se ganó el derecho a estar, inquietante y palpitando con sus tapas de rojo sangre, en mi mesilla de noche.
Por si alguien gusta, creo, no lo recuerdo bien, que lo vi no hace mucho en esa librería ‘de los escritores’, que está en la calle de Madero, nuestra calle de Madero, muy cerca de donde alguna vez hubo una Librería de Cristal.
¡Shalom!
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