“Matrix” en el ghetto

Cuando las protestas y los gestos de inconformidad de la raza negra, producto de vejaciones, xenofobia y ultrajes sufridos durante generaciones en las entrañas de Norteamérica, traspasaron las calles para llegar a las pantallas cinematográficas con ese movimiento conocido como «Blaxploitation» durante la década de los 70, se sembró una semilla que aún florece. Con el tiempo, ese discurso recio y pletórico de actos violentos con motivaciones revanchistas propios de aquellos héroes afroamericanos, llamados Shaft o Dolemite, se fue suplantando por una narrativa que inoculaba sátira en lugar de agresiones físicas y humor negro donde antes había disparos a quemarropa.
Cineastas contemporáneos como Jordan Peele han impulsado esta metamorfosis gracias a sus exitosos proyectos (“Huye”, “Nosotros”, “Nop”), que discurren sus tramas entre enérgicas denuncias al sistema sociocultural y político estadounidense, respecto al trato y reservas que se tiene hacia su etnia en cuanto a participación masiva en política, medios y otros rubros identificados y reconocidos, con un manejo sobrio de la historia y numerosas alegorías o símbolos correctamente empleados.
A este tren se suma “Clonaron a Tyrone”, un proyecto exclusivo de Netflix que parte del idiolecto ya planteado por Peele en sus películas, pero con una tónica más relajada, menos vehemente y con mérito propio. Aún si uno de los actores estelares es Jamie Foxx, un actor que parece no salir de la misma caracterización de personaje impetuoso, de lengua ametralladora, con varias gesticulaciones y caricaturas del ghetto.
Por fortuna, es John Boyega quien lleva la mayor parte de la carga dramática e histriónica de la cinta, interpretando a Fontaine, un hombre desempleado que perdió a su hermano menor a manos de la policía, y cuya madre simplemente se rehúsa a salir de su habitación. Su cotidiano se reduce a consumir y distribuir drogas hasta que una noche, en la que pretende ajustar cuentas con un proxeneta paranoico y medio patético llamado Slick (Foxx), es acribillado, sólo para despertar al día siguiente como si nada hubiera pasado. Sus recuerdos permanecen intactos y, al confrontar de nuevo a Slick, quien fue testigo del homicidio, deciden investigar junto a una parlanchina pero muy astuta trabajadora sexual conocida como Yo-Yo (Teyonah Parris), topándose con algo que simplemente nunca esperaron: una conspiración gubernamental que trabaja literalmente de forma subterránea, donde ciertos miembros de la comunidad son clonados para realizar experimentos conductuales que permitan la gradual suplantación de estos por humanos con ideología e incluso fisonomía más cercana a lo que la cultura estadounidense encuentra aceptable.
Para ello, los operativos, liderados por un siniestro hombre de nombre Nixon (Kiefer Sutherland), han creado una sustancia polvosa que controla la voluntad de dicha sociedad mediante instrumentos clave de la cultura pop negra y hasta clichés racistas sobre su etnia, como restaurantes de pollo frito, música hip-hop y acondicionadores para sus rizos naturales. Será el trío de improvisados héroes quienes intentarán detener esta bizarra pero temible trama de gentrificación y modificación racial, tratando a su vez de superar sus propios demonios y limitantes.
La cinta es la ópera prima de Juel Taylor, quien debuta con el pie derecho gracias a que logra mantener un ritmo muy adecuado que remite a las sátiras sobre masificación como “Robocop” y sus descabellados anuncios comerciales, embonando diversos elementos dramáticos como la atribulada psique de Fontaine, cuya orfandad es clave en el desarrollo de su personaje, y los análisis que el cineasta realiza sobre la injerencia que su raza le atribuye a aspectos culturales como la música y la televisión en sus vidas, contribuyendo a la perpetuación de su trillada estampa de matones, proxenetas o prostitutas.
Hay una inteligente intertextualidad en el proceso, y podría haberse disfrutado más si Jamie Foxx hubiera sido excluido de la ecuación porque su interpretación es la más floja. Brillan en este rubro Boyega y, sobre todo, Parris, quien moldea un personaje agradable, en momentos genuinamente hilarante y con algunos matices que le dan solidez al usualmente desechable rol de la prostituta chistosa relegada a ser la comparsa del hombre.
“Clonaron a Tyrone”, a pesar del título, es una película que, por fortuna, no se parece a lo ya planteado por Peele y compañía, y logra darle sustento a la idea de que el afroamericano moderno vive una realidad sustituta, como una «Matrix», donde sólo cumple una fantasía preordenada por los blancos, donde sean antagonistas de ellos mismos o amenazas para su mundo caucásico y feliz, pero sin someter al espectador en sesudas meditaciones o desgarradoras revelaciones.

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