
Por J. Jesús López García
En lo que primigeniamente fuera la Villa de Nuestra Asunción de las Aguas Calientes, aledaño a ella, se levantó el antiguo Pueblo Nuevo de Indios fundado en 1604, y para la primera mitad del siglo XIX, éste ya contaba con un hermoso Jardín conocido como San Marcos, que Eduardo J. Correa lo “pintó” como un “Enorme cuadrilongo, limitado por balaustrada de cantera, uniforme, simétrica, bien proporcionada, donde el cincel dejó filigranas… Boscoso, con fresnos frondosísimos que forman túneles de follaje y de donde se alzan, como cortinas de ágata, legiones de tordos y de zanates; agreste, con la exuberancia de la tierra prolífica; cuajado de lirios, floripondios, claveles, amapolas, margaritas, jazmines, girasoles, malvas, belenes, geranios, nomeolvides y rosas en profusión… En soledad, un oasis, un rincón de ensueño…”.
Indudablemente, el Jardín era, y lo es, un remanso de paz en la ajetreada vida aguascalentense, sin embargo, desde la primera celebración de la Feria de San Marcos en 1828, el Jardín, sufre la visita de una marabunta de paseantes ávidos de gozar la vida, con sus fatales consecuencias al mismo. Pero a pesar de lo acontecido en esta época del año, el demás tiempo podemos disfrutar de este jardín sin igual, desde su vegetación, hasta la arquitectura que lo circunda, particularmente las añejas casonas que varias de ellas, a decir de Correa, fueron edificadas por “…lo mejor de la sociedad de Termápolis, pues en la temporada de Feria las familias de postín, las que tienen dinero… se dan el lujo de mudarse al Pueblo, poético aledaño, así vivan a cuatro o cinco bloques de distancia, so pretexto de fruir la frescura del parque y gozar ampliamente de la fiesta”, y que hoy en día aún podemos “saborear”.
En el lado norte del Jardín, en la calle Jesús F. Contreras, encontramos fincas con ciertas características arquitectónicas neoclásicas, y si bien, tal como se atestigua en el libro Un viaje a Termápolis, varias de esas casonas fueron construidas con el propósito de habitarlas durante determinadas épocas de año, al integrarse la Villa y el Pueblo, quedando inmersas dentro de lo que a la postre sería el Barrio de San Marcos.
Particularmente aquella de dos niveles, con aire señorial y rasgos que se aprecian en varios edificios contemporáneos suyos, seguramente, y a reserva de poder acceder a ella, posiblemente tiene un esquema similar a la que con lujo de detalle describió Arturo Pani, que tenía un “…patio con sabor pompeyano, lleno de macetas y de flores; de sus corredores enlosados con ladrillos de barro, sobre los que se ensayaban constantemente pinturas y barnices nuevos, con el afán de conservarlos siempre limpios, rojos y brillantes… la casa amueblada sencillamente, la sala, la asistencia y el comedor eran las únicas piezas que en algo se distinguían… No había en las recámaras… el menor lujo. Los muebles sencillos, cómodos y buenos, eran únicamente los necesarios; no había muebles de adorno”.
Los años han pasado desde aquellos ayeres en donde la Villa era un remanso de paz y tranquilidad y que gradualmente se convirtió en una ciudad en movimiento. El caminar se ha visto envuelto en una vorágine de automóviles y anuncios comerciales que no brindan quietud al viandante, sin embargo, aún permanecen incólumes algunos rincones en donde es posible adentrarnos a épocas remotas, como en el caso de los diferentes jardines en los barrios, llámese de Guadalupe, el de Triana, el Jardín Carpio, de la Estación, de La Salud, y por supuesto el de San Marcos, en donde en su alrededor se yergue una arquitectura notable y majestuosa, como las casonas aludidas.
Es así como las diferentes sociedades aguascalentenses, en diversos momentos y épocas, dejaron su impronta de la forma de pensar y de habitar los espacios, tanto arquitectónicos como urbanos, que podemos cohabitar todavía.