Imaginemos el instante o la sucesión de instantes cuando aquellos simios, hasta ese momento exclusivamente arborícolas, decidieron bajar de los árboles y aventurarse en la sabana con los peligros que ello implicaba. El desplazarse sobre sus dos extremidades inferiores les permitió otear a su alrededor para detectar las amenazas ocultas tras los matorrales. Poco a poco recorrieron distancias cada vez mayores y acabaron por ponerse al abrigo de oquedades y cuevas. Así pudo haber nacido la bipedación, uno de los hitos más trascendentes de nuestra historia evolutiva. Como dice el paleontólogo Juan Luis Arsuaga en Nuestro cuerpo. Siete millones de años de evolución, pasamos de ser bípedos opcionales a bípedos obligados.

Caminar se convirtió en nuestro rasgo distintivo. Los chimpancés, de quienes divergimos hace seis o siete millones de años, pueden caminar sobre dos patas pero, si nos fijamos bien –nos advierte Arsuaga–, lo hacen como si se desplazasen a cuatro patas. Nos imitan pero no nos igualan. En el sentido opuesto, algunos adoptan involuntariamente ese andar simiesco cuando llevan varias copas encima.

Hoylos seres humanos, sobre todo los que habitamos en las ciudades y disponemos de los recursos económicos suficientes, hemos convertido el caminar una actividad casi marginal. Hemos renunciado con gusto al desplazamientopor mediode la resistenciafísicaindividual –y aquí incluiremos a los ciclistas– para automatizar nuestra forma de traslado. Lo justificamos alabando la velocidad y el ahorro del valioso tiempo propio al que cada vez accedemos y disfrutamos menos.

Toda automatización, y el automóvil es la automatización de la marcha, implica una renuncia y significa una pérdida. Lo ejemplifica muy bien Nicholas Carr en Atrapados. Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas, cuando nos comparte sobre la preocupación de la Administración Federal de Aviación de los Estados Unidos que, tras el análisis de varios estudios, advierte que el exceso de automatización aérea –la dependencia de los pilotos automáticos– podría “llevar a una degradación de la capacidad del piloto para sacar rápidamente a la aeronave de una situación no deseada. Podría, dicho de otra manera, poner a un avión y a sus pasajeros en peligro”.

El sociólogo y antropólogo David Le Breton reflexiona y escribe sobre el caminar:

“La facultad propiamente humana de dar sentido al mundo, de moverse en él comprendiéndolo y compartiéndolo con los otros, nació cuando el animal humano, hace millones de años, se puso en pie. La verticalización y la integración del andar bípedo favorecieron la liberación de las manos y de la cara. La disponibilidad de miles de movimientos nuevos amplió hasta el infinito la comunicación y el margen de maniobra del hombre con su entorno, y contribuyó al desarrollo de su cerebro… Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas… No es un descubrimiento, sino un retorno. El tiempo se despliega, toda la historia personal converge en ese momento. La luz ya no es la misma que baña la vida ordinaria, otro mundo en el interior del cual estamos a punto de entrar se nos revela. Se abre otra dimensión de lo real, marcada por la serenidad, por la belleza”.

Ahora que, poco a poco, hemos empezado a recuperar con ilusión la costumbre de caminar, quisera hacer mías las palabras de Georges Picard:

“Yo no camino para rejuvenecer, tampoco para mantenerme en forma o batir récords. Camino igual que sueño, que imagino, que pienso, por una especie de movilidad del ser y de necesidad de ligereza”.

Salgamos a caminar …¿a qué esperamos?

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