
En memoria de Quique
Tengo que llevar la memoria hacia una noche, de principios de septiembre, de hace 33 años, en que, ante señales de que se acercaba la hora, fui a buscar al médico que finalmente atendió el parto.
Naciste de madrugada, y seguro por eso fuiste un buen noctámbulo.
De vuelta del hospital, ya en la casa familiar, un telefonazo dio la nueva: habías nacido; eras el primero de mis sobrinos y por mucho con el que más tuve afinidad.
Yo había recién regresado de España, cuando comenzaste a venir a aquellas tardes de domingo, donde nos reuníamos en una piscina, en veladas que acababan con alguna cena de tacos y el camino de tu casa.
Pronto, cuando se te pasó algún delirio infantil, mostraste afinidades conmigo: el flamenco, España, los toros, el periodismo… Donde estés recordarás que te desaconsejé en el camino –yo veía nubes de tormenta que un día nos alcanzaron a ambos–, pero lo tuyo era vocacional. Y ni hablar.
Por recordar algo, ¿qué tal aquella noche del Cigala?
Después del espectáculo, cante y toros incluidos, terminamos en el hotel que todavía era Andrea Alameda, palmeando con el Cigala y los toreros, hasta entrada la madrugada; la que me armó tu madre por llevarte a casa a las tres de la mañana, con tus apenas trece años.
Luego de tu fallida intentona con los toros, te revelaste como un joven singular, aunque mucho te costó encontrar tu camino; demasiadas cargas, una profunda sensibilidad y esa angustia que te atenazó desde muy joven te la pusieron difícil, lo que no obstó para que te convirtieras en un joven igual de serio que jaranero, igual de formal que dueño de una ironía proverbial.
Habitual de los jueves de dominó, pronto también te uniste a ese grupo que todavía nos reúne los viernes, desde antes de tu nacimiento, donde te convertiste en el contertulio más joven y en uno de los más queridos.
Quien te viera allí no sospecharía de los muchos dramas internos que llevabas con gravedad.
Intentaste por un lado y por otro: la abogacía, el periodismo, la política…
Lograste, a pesar de tus dudas, marchar también a España y, contra todo pronóstico, terminar allá tu máster.
Decía que no la pasaste fácil, pero pronto tu voz pública comenzó a escucharse y a causar admiración.
Intenté tenerte cerca, a salvo de los que se empeñaron en no permitirte que destacaras, pero finalmente la tormenta llegó y nos arrastró, empapándonos a ambos, que supimos, juntos, de la traición…
Buscaste refugio, a salvo de los infames, de nuevo en el derecho, pero el mal que te consumió de manera tan cruel y repentina, ya carcomía un cuerpo también agobiado por la tremenda pena que te llevaste contigo.
Como sea yo suelo recordarte cantando, bromeando, aparcando los sinsabores para escribir esos tus artículos tan certeros, o haciendo aquellos programas de radio que pronto te ganaron el reconocimiento.
Guardo como un tesoro –entre tantos y tantos– el recuerdo de aquel año nuevo, tal vez tu penúltimo en este mundo, donde en casa, te llevaste la noche por todo lo grande, regalándonos, a los españoles que llenaron esa noche la casa, de esa reserva enorme de gracia y alegría que, a pesar de los pesares, solías derramar en ciertas veladas, cuyos ecos todavía resuenan en la memoria.
Te fuiste pronto, demasiado, pero tu recuerdo sigue aquí en todos los que tuvimos la suerte de acompañarte en tu muy breve paso por la vida: tu madre, tu padre, tus hermanas, tus incontables amigos, muchos de tus colegas… Yo te recuerdo con alegría y con la amargura de saberte tú sabrás dónde.
Hasta siempre, de nuevo, Quique.
¡Paz en Israel! (También para los palestinos, por supuesto).
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