Por: Juan Pablo Martínez Zúñiga

Toda vida tiene una fecha de caducidad que jamás expira demasiado tarde. El apego a nuestro cotidiano es una raíz que se niega a ser cortada y ésta a su vez se fortalece con cada vínculo humano trazado en nuestro mapa de experiencias, pero como todo camino éste tarde o temprano encuentra sinuosos desvíos e intersecciones que culminan en un fin. La idea de un fenecido sendero aterra, pero como material de discurso y exploración no deja de ser terreno fértil. Y ahora que la sombra del apocalipsis comienza a cernirse con mayor prontitud conforme el calendario se desnuda hoja tras hoja, resulta inevitable no comparar el fenómeno de nuestra mundología con aquella forjada en la narración ficticia del universo cinematográfico, pues este medio ha abordado el cese de toda manifestación de vida desde diversas perspectivas y ópticas, mas una que resulta muy interesante es aquella en la que la devastación no se reduce a un desfile grotesco de efectos especiales donde los personajes sólo deambulan como maniquíes en el aparador efectista diseñado por las mecánicas mentes hollywoodenses, sino en las implicaciones existenciales y emocionales que acarrea un fin inminente, decodificando un apocalipsis al lenguaje del lirismo antropocéntrico. Los acontecimientos giran alrededor de los protagonistas y las circunstancias devastadoras repercuten más en su interior que en la destrucción acontecida en el exterior, transformando un Armagedón en un símbolo para los cataclismos que implican el estar siquiera vivo en un mundo que nos teme y nos odia sin discriminación, sugiriendo que tal vez un exterminio global nos ayude en cierta forma a reencontrarnos un poco, aún si dicho proceso de redescubrimiento dure muy, muy poco.
Cuando hablo de devastación mundial, no me refiero a las sociedades postapocalípticas que son el remanente de alguna hecatombe nuclear o conflagración bélica a gran escala, sino a la posibilidad de que nuestro planeta se vea aniquilado por un bully cósmico, alejándonos también de las fórmulas prefabricadas y probadas en el gusto de la audiencia tan desensibilizada a los manoseos morales que filmes como “Armagedón” (Bay, E.U., 1998) o “Impacto Profundo” (Leder, E.U., 1998) aplican con implacable gozo. En estas producciones, sabemos perfectamente que el final se inclinará al banal optimismo que distingue a los norteamericanos en sus fantasías heroicas, además de un uso desmedido de los arquetipos paladinescos que ellos disfrutan en un acto de auto congratulación masturbatoria (como es el caso de la primera) o de las marionetistas intenciones de sus guionistas por eviscerar los conductos lacrimales mediante situaciones que bordean el melodrama más absurdo (tal cual ocurre en la segunda). Los filmes que podemos encontrar donde la asolación masiva sea un pretexto perfecto para la reflexión sobre la condición humana en situaciones límite son pocos pero concisos, encontrando sus raíces en filmes donde la paranoia lleva a la masa a localizar su centro intelectivo a través del género de la ciencia ficción como en los clásicos “El Día que la Tierra se Detuvo” (Wise, E.U., 1951) o “La Amenaza de Andrómeda” (Wise, E.U., 1971), ambas del mismo director quien seguramente consciente de las posibilidades narrativas que involucra una premisa calamitosa alentada en gran parte por una Guerra Fría a pleno motor presentó con aplomo los hilos existenciales fácilmente cortados cuando nos enfrentamos a un panorama fulminante. A posteriori surgen propuestas modernas que se construyen mediante una inquietud de manifestación poética por la vía de la destrucción, como pudimos atestiguar en “Melancolía” (2011), filme de Lars Von Trier que nos abstrae a un cuadro familiar donde una boda se planea sólo para efectuarse en el espectro de la colisión de nuestro mundo con otro llamado, apropiadamente, Melancolía. El que este encuentro inevitablemente marque el fin de la vida sólo se suma a las atribuladas almas que deambulan por la cinta, donde el desamor, el extravío y la incapacidad de afrontar los eventos hacen que un choque planetario sea sólo un alivio. La forma en que Trier manifiesta su punto es sublime y aterradora, generando uno contrapropuesto a lo planteado en su cinta previa “Anticristo” (2009), un apocalipsis de otra índole. La construcción visual de un término absoluto a nuestro andar mediante vías cósmicas sólo enaltece nuestra impotencia ante los eventos que nos marcan, hieren y forman, así que todo armagedón será una bendición. La naturaleza plástica de la cinta es contundente y las actuaciones, en especial la irreconocible Kirsten Dunts, sólo habla de qué tanto la actriz como su director han madurado y superado los tanteos anecdóticos.
De forma similar otras producciones nos hablan directamente a la tanatología que rige nuestro miedo a la muerte, como “4:44” (2011), de Abel Ferrara y una manifestación aún más íntima del fenómeno expuesto al centrarse en el personaje de Willem Dafoe como catalizador de la angustia generada por la existencia en tránsito hacia el óbito y la purga de sus temores en una tórrida relación carnal, marcando un armagedón que transcurre en el alma y en la piel más que en el exterior. De mayor mesura y meditada es “Otro Planeta” (2011) donde Brit Marling, una adolescente, afronta la existencia de una Tierra paralela que se vislumbra en el horizonte como un faro esperanzador para aliviar sus penas emocionales agravadas por un terrible accidente automovilístico.  Las actuaciones son sublimes y la exploración de personajes lo suficientemente visceral como para sentirnos próximos a ellos. Como antítesis agridulce brota de igual forma “Buscando un Amigo Para el Fin del Mundo” (2012), cinta gentil que jamás pierde el ritmo en su péndulo narrativo y aborda la manera natural y relajada con la que algunos individuos podrían aceptar su aniquilación. Compromiso histriónico por parte de Steve Carell y Keira Knightley en una suerte de roadmovie donde el optimismo sólo se encuentra en el momento y su máximo disfrute sin caer en banalidades o bobadas.
De esta forma, el cierre de otro año no sólo concluye un aspecto cronológico más de nuestras vidas al sucumbir a este inevitable avance temporal donde devoramos experiencia a expensas de ser devorados por los años que pasan. Pero si estos filmes indican algo, es que el amor en los tiempos finales indican precisamente eso: un cataclismo emocional que siempre nos ha acompañado, donde cuerpos y sentimientos colisionan cuando posamos mirada en otra persona para que nos acompañe en dicho trayecto hacia la fatalidad. Un amorgedón de proporciones épicas e íntimas.

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