El día de ayer falleció un icono de la comida rápida de Aguascalientes: Justino Ponce, más conocido como Max. Justino fue junto, con sus hermanos, uno de los iniciadores del negocio de comida nocturna más famoso de su época. El Taco Max sin duda forjó toda una época en nuestra ciudad, habiendo seguido vigente hasta el día de hoy. Probablemente no con la numerosa clientela de aquellos tiempos, pero sí con un número aceptable de fieles comensales acostumbrados a sus guisos, los cuales por cierto siempre eran los mismos. Y es que no había necesidad de cambiar la variedad de platillos, pues sus guisos eran ya clásicos en las noches, en que después de asistir a la disco, a algún bar, al futbol o a una fiesta, el destino final antes de ir a dormir era ir a Max a cenar, que estaba abierto hasta altas horas de la noche. Recuerdo que yo empecé a visitarlos cuando estaban instalados en la calle Madero. Me acuerdo que las no muchas veces que acudí, principalmente en sábado, siempre estaba lleno. El nombre del negocio, “Max” era porque el hermano mayor e iniciador del negocio se llamaba Maximino. Pasados algunos años Maximino ya no siguió en ese negocio y abrió otro del mismo giro en Avenida Las Américas, casi esquina con Circunvalación sur, el cual duró sólo unos años, pues se tuvo que cerrar a consecuencia del fallecimiento de Maximino.

Con el tiempo, el negocio que estaba en la avenida Madero se tuvo que cambiar a la avenida López Mateos esquina con 16 de septiembre. Era un local mucho más amplio, aunque el estacionamiento estaba más limitado, pero aun así la clientela acudía en buena escala, principalmente los fines de semana. Ahí se encontraban de manera casual los amigos y se veía a gente de todo tipo, como políticos, empresarios, profesionistas y funcionarios de todos los niveles. No pocas veces acudían incluso ex gobernadores. Todo siempre dentro de un marco de camaradería. En muchas ocasiones gente que había acudido a alguna fiesta al mediodía, ya pasada la medianoche, se volvían a encontrar en el Taco Max, adonde acudían a cenar.

Quienes acudíamos a cenar a este negocio nunca supimos cuánto costaban sus alimentos y bebidas, ya que cuando uno pedía la cuenta Justino hacía cuentas mentales y decía la cantidad. Y nunca era la misma a pesar de haber comido lo mismo en ocasiones anteriores. Pero nunca hubo un problema con algún cliente. Se aceptaba la cuenta sin chistar. Nunca vi que alguien pidiera que se la desglosara. Más esto se terminó cuando Lorena Martínez fue designada como Procuradora Federal del Consumidor, pues la actual directora del IEA le lanzó la artillería de inspectores de la Profeco y lo obligó a poner los precios de los alimentos y bebidas.

Justino tenía una memoria privilegiada. Cuando desde el lugar en que atendía veía entrar a sus clientes, de inmediato preparaba lo que él sabía que le gustaba al cliente, una torta o tacos de mole o de carnitas, etc. Por ejemplo, cuando llegaba con mi mujer, apenas nos estábamos sentando en la barra cuando a Araceli ya le estaba extendiendo un plato con una torta de mole, que era lo que siempre pedía mi señora.

Con Justino viví algunas anécdotas que me gusta platicar en algunas reuniones a mis amigos. Una de ellas es que en una ocasión llegamos a cenar Araceli y yo y le pregunté de qué sabores tenía las malteadas. Justino me recito todos los sabores que había y concluyó con un sabor que se me hizo muy extraño para una malteada: de cerveza. ¡¿De cerveza?! Le pregunté un tanto incrédulo. ¡Si!, me contesto. Enseguida le dije.

—¡Pero cerveza con leche! ¡Se me va a soltar el estómago!

—No. No te pasa nada, me respondió. Y diciendo y haciendo, pues Justino, sin que se la hubiera pedido, ya estaba preparando la extraña y nada antojable malteada. Una cerveza XX ámbar con leche. Cuando el batido estaba en su punto me la sirvió y yo sin nada de ganas le tomé. Y la verdad no sabía mal. Era una mezcla rara, que nunca imaginé tomar ni de broma, pero no tenía un sabor desagradable. Luego de darle algunos tragos le ofrecí a Araceli que le tomara. Su respuesta fue contundente: ¡No! Y así fue, no logre convencerla de que le diera un sólo trago a la exótica bebida. Cabe decir que afortunadamente no me hizo daño ni me soltó el estómago.

En otra ocasión estábamos cenando, como siempre en la barra, cuando de pronto vi que Justino sacó un botellón de unos 4 litros de abajo del mostrador y se sirvió en un vaso.

– ¿Qué es? Le pregunté.

-Vino tinto que me trae un cliente. Es un vino especial, muy bueno que él hace y de vez en vez me trae estas garrafas para mi consumo.

Y en lo que me estaba platicando el origen del tinto, ya estaba manos a la obra sirviendo otro vaso, el cual enseguida me lo ofreció. Yo, la verdad, no apetecía tomar vino en ese momento, pues estaba degustando una deliciosa malteada de pistache. Pero ya no tuve manera de decir que no, pues ya tenía servido el vaso de tinto. Y menos se me antojaba, pues tenía muchos sedimentos, lo cual no es más que la consecuencia muy normal de los procesos de oxidación, fermentación y maduración de algunos vinos, pero a la vista para mí no era agradable. Como siempre le dije a Araceli que me ayudara tomándole un poco al vaso y como siempre que la quiero embarcar me dijo que no. Con todo y eso hice de tripas corazón y me tomé el vino, pues no podía desairar a mi amigo que con mucho gusto me compartía su tinto. Todo lo anterior lo viví en el local de López Mateos y 16 de septiembre.

Hace algunos meses se volvieron a cambiar de local. Dejaron el de López Mateos y se fueron a la Avenida Convención Poniente a un costado de lo que fue el Cine Avenida. En el edificio en que el hermano de Justino, Ascensión “Chon” Ponce, tenía su negocio de billares. A mediados del año pasado, como de costumbre, llegamos a cenar un sábado después de ver el futbol en la televisión. Ahí estaba Justino, el cual se veía muy desmejorado. Traía una gripe tremenda. En un momento dado pensé: “No vaya a traer Covid”. Pero no. Era gripe. Nos sirvió la torta de rigor a mi señora y los tacos y quesadillas doradas a mí. En ese momento había poca clientela. Y Justino le pidió a una de las señoras que le ayudaban que le trajera una cebolla. Enseguida comenzó a picar la cebolla con un cuchillo cebollero. Yo lo veía con curiosidad. Y le pregunté qué iba a hacer.

-Me voy a tomar un caldo de pollo. Me dijo.

Y enseguida me enseño una ollita en que estaba cociendo unas menudencias de pollo. Un poco rato después sirvió caldo en un vaso desechable y le puso su ración de cebolla picada… ¡Y me lo dio! Tomate este caldito, te va a caer bien. Me dijo. Ni chanza me dio de decirle que no, pues ya lo tenía en la mano. Y como siempre le dije a Araceli que me ayudara con la mitad y respondió como siempre: No. Yo seguía siendo el degustador oficial de Justino. Y a pesar de que ya había cenado me tomé el consomé de pollo y menudencias que Justino amigablemente me compartió esa noche.

Como usted podrá ver Justino fue un hombre compartido, sin reserva y disfrutaba el compartir lo que tenía con sus amigos. Como las estampitas de diferentes santos que tenía en un altar a la entrada del negocio.

Tuve el gusto de que Justino me platicara un sinfín de anécdotas de él y algunos amigos. Eso hacía que cada que iba a cenar pasáramos un rato agradable.

Hace algunos meses llegue con mis hijos a cenar y no vimos a Justino. Pregunté por él y me dijeron que estaba adentro. Pasé a verlo y estaba en una silla de ruedas. Se veía desmejorado. Platicamos unos minutos y me dijo que andaba mal, pero tenía confianza en que se iba a componer. El sábado antepasado volví a ir a cenar, esa noche iba yo solo. Pregunté por él, su hermano, que estaba despachando, me dijo que estaba adentro. Luego de que cené me pasó a saludarlo. Estaba en una camita tapado hasta el cuello con una cobija. Se veía más desmejorado que la vez anterior. Y le hice la pregunta obligada, aunque no había necesidad, pues se veía mal. Pregunte: ¿Cómo estás? Y me dijo. “Aquí esperando”. No me dijo esperando que, pero era obvio a qué se refería. Le contesté: “Pronto te vas a aliviar. Ya verás que vas a salir de esto”. Él me dijo unas palabras, pero no entendí qué me decía, pues hablaba muy bajito. Le dije algunas frases que creía serían de aliento. Pero la verdad la tristeza me invadió. Estaba ante un amigo de muchos años del cual presentí que después de esa noche ya no lo iba a volver a ver. Me despedí y prometí ir días después a saludarlo. Nos agarramos la mano y nos dimos un apretón. Era la despedida final. Ayer falleció y con él se fue toda una época en la gastronomía aguascalentense. Lo lamento mucho, pues perdí a un gran amigo y Aguascalientes perdió a un gran aguascalentense. Descanse en paz el querido Justino, ¡El querido Max!