
Monseñor José María de la Torre Martín señaló que los obispos no pueden ser cremados, deben sepultarse; además, dijo que la Iglesia Católica no está en contra de la incineración, pero recomendó que antes de ese proceso, se lleve a cabo la misa de exequias, con el cuerpo presente.
Sólo el Papa, los cardenales y los obispos, pueden ser sepultados dentro de los templos, agregó. El canon 1242 del Código de Derecho Canónico de 1983 establece que “no deben enterrarse cadáveres en las iglesias, a no ser que se trate del Romano Pontífice, de sus propios cardenales u obispos diocesanos, incluso eméritos”.
No obstante, hay lugares sagrados como catedrales, conventos, iglesias, monasterios y ermitas, con tumbas de reyes y familias de nobles. La mayoría gozó de este privilegio antes de que Carlos III prohibiera los sepulcros dentro de las iglesias en 1787 por razones de higiene, pese a que la medida no se llevó a cabo sino hasta 1804.
El Código de Derecho Canónico, en el canon 1239, también establece que ningún cadáver, ni siquiera el del Papa o el de un obispo, puede estar enterrado bajo el altar; en caso contrario, no es lícito celebrar la Misa en él.
En el canon 1176, se “aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, “no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana”.
Sobre las nuevas disposiciones del Papa Francisco, señaló que ya está prohibido esparcir las cenizas de los difuntos o guardarlas en casa; para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no se permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra, en el agua o en cualquier otra forma.
También, se prohíbe la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, así como la división de las cenizas entre los diferentes núcleos familiares.
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana; se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
Las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica.