
Carlos Reyes Sahagún, antiguo Cronista del Estado por designación del gobernador del Estado, y actual Cronista del Municipio de Aguascalientes gracias al beneplácito del H. Cabildo de esta demarcación, a sus habitantes, sabed: que contrariamente a lo que afirma el tango gardeliano, aquello de “sentir que es un soplo la vida/que 20 años no es nada/que febril la mirada, errante en las sombras…” etc., en rigor 20 años sí son algo, que para el caso que me ocupa, es, nada más y nada menos, la vida de esta columna, que se publicó por primera ocasión el 6 de octubre de 2003 en estas páginas de El Heraldo de Aguascalientes, al que agradezco el ser paciente cauce para este torrente de palabras; sentimientos, ideas, recuerdos, que han fluido durante estos 20 años…
He tenido el privilegio de escribir en casi todos los diarios locales, pero con mucho El Heraldo se ha convertido en mi casa, en el proyecto más sólido y duradero de los que he emprendido desde la primera ocasión en que publiqué algo, hace 40 años, en noviembre de 1983 (¿o fue en febrero de 1984?) en El Unicornio de El Sol del Centro. Gracias también a mi amigo, el siempre recordado Gustavo Arturo de Alba y a Diego De Alba, director fundador de Crisol el primero, y actual director el segundo, porque una buena parte de mi producción apareció también en esta revista.
Desde luego también gracias a usted, que me honra con su atención, por lo menos en este día.
Genio y figura, de nueva cuenta interrumpí la serie infinidad de ocasiones interrumpida, sobre la fachada del templo de El Señor de los Rayos -no voy a cometer la inocentada de prometer que no volverá a ocurrir-, pero creo que la ocasión lo ameritaba porque señora, señor: 20 años sí son algo; por lo pronto 20 años, diría Perogrullo; o como se dijera de las novelas de Alejandro Dumas: “No es lo mismo los Tres mosqueteros, que 20 años después”.
Espero que en verdad no sean lo mismo, es decir, que en este lapso hayamos, usted y yo, aprendido algo; que nuestro conocimiento sobre la Suave Matria se haya acrecentado, y con él, el cariño, el respeto, el cuidado, por ella, que en primera instancia somos nosotros, los que vivimos aquí; nosotros y nuestros fantasmas; los que nacimos en la escucha del silbato del taller del ferrocarril y La pelea de gallos, porque por principio de cuentas, y también al final, se trata de nuestra casa. También abrigo la esperanza de haber limado en estos años, buscando, algunas asperezas de mi escritura, librarla de impurezas, etc., y de esta forma honrar la fascinación que me produce la palabra escrita.
Hace años leí el texto introductorio de Juan Coronado a las “Obras” de Artemio de Valle Arizpe, Cronista de la Ciudad de México, un par de volúmenes publicados por el Fondo de Cultura Económica, y me encontré con algo que me impactó, que sin duda contribuyó a normar mi criterio sobre la naturaleza de la crónica, y hasta la fecha. Coronado evoca el texto que Arturo Sotomayor escribió a manera de presentación de un volumen de la prestigiada colección Biblioteca del Estudiante Universitario, de la UNAM, dedicado al saltillense, en el que afirma que Valle Arizpe “no fue ni historiador ni cronista: ‘hacer crónica es relatar aquello de lo que hemos sido testigos, o actores. Historiar es recoger el devenir de un pueblo y de su nación para perpetuar por medios idóneos las peripecias fundamentales … Sus textos tampoco son crónica, pues este género narrativo da cuenta de un presente; el cronista es testigo de los hechos que cuenta’”.
Entonces, la crónica es fundamentalmente testimonial. Frecuentemente, mientras tecleo en la computadora, me pregunto si eso es lo que hago, u otra cosa, porque resulta evidente que hay un montón de asuntos a los que me he referido a lo largo de estos años, pero de las que no he sido testigo. ¡Cómo, si todavía no nacía?
Tengo muy claro que la Historia y la Crónica son parientas, pero no son lo mismo, justamente por lo señalado en el párrafo anterior, aparte de que la crónica se concede una serie de licencias que para la Historia resultan inadmisibles. Son parientas, pero frecuentemente se ven con recelo.
Permítame hacerle una confidencia francamente impúdica: también mientras tecleo, ocasionalmente me pregunto si algunas de estas líneas, por el tema a que me refiero, por la emoción que vibra en las palabras; vivirán un poco más de lo que la vida me tiene reservado. Créame que no pienso en ello en un alarde de presunción ni orgullo. Lo hago más bien por cierta inercia, porque mis horas laborales están pobladas por fantasmas; voces del pasado que se dirigen a mí para, con una gran prodigalidad, compartirme su pensamiento; presentarme personas, mostrarme lugares, monumentos, y en conjunto enriquecer mi ánima; llenarla de alegría. Entonces, en esta dinámica me pregunto si algún día seré la voz del pasado para otro.
Termino, no sin enunciar un par de esperanzas. En primer lugar, la posibilidad de que algún día; algún día… Alguna institución publique una compilación de lo escrito en estos 20 años, que tal vez haya cosas rescatables; dignas de ser reunidas en un volumen. En segundo lugar, abrigo la esperanza de seguir contando con la generosa hospitalidad del periódico para continuar haciéndome presente ante usted cada lunes, desde luego mientras mi mente se mantenga animada, y mis manos respondan al impulso de compartir con usted la emoción de la palabra escrita; el conocimiento sobre la vida y milagros de nuestra Suave Matria. (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com).